Diálogo in fábula

-Hola­.

-Hola.

-¿Me puede decir la hora, por favor?

-No tengo reloj.

-Ni yo.

-…

-En su caso, ¿se trata de una decisión suya o del autor?

-¿Qué cosa?

-El reloj.

-Ah, mía.

-Ya. Y dígame, ¿qué noción particular del tiempo lo hizo tomarla?

-Se lo plantearé en forma de pregunta: Si ayer fue hoy, si mañana será hoy, ¿hoy qué es? La solución del reloj está en los números, la mía en imaginar. Para imaginar me quité el reloj.

-Interesante.

-¿Qué es interesante?

-El tiempo.

-Sí, de acuerdo.

-Esta conversación, por ejemplo, tiene forma de génesis. ¿Existía algo antes de ella? Por lo que a mí respecta, no. Más allá de esto no tengo ningún recuerdo. Me encuentro en una dimensión mitológica. Aparecí de la nada y le pregunté por el tiempo. Básicamente nací con esa pregunta: “¿Me puede decir la hora?” Pero, usted ya estaba ahí ¿no?

-No. Estaba fuera. Pensaba en cómo escribir un diálogo en donde dos personajes, a la manera de Sócrates y los suyos, filosofaran.

-¿Estaba fuera? ¿Qué quiere decir con eso? ¿Es usted el autor?

-Supongo que sí… En cualquier caso fue usted quien saludó primero. 

-Saludé porque era necesario. Tuve un impulso. Cómo explicarle… De otra manera esta página seguiría en blanco.

-Claro.

-Si usted es el autor, ¿podría pedirle algo?

-Estoy a sus órdenes.

-Me gustaría llamarme de cierta manera. Estaba pensando en algo bonito, algo como Eva o Aluna o Bachué.

-Por qué no un nombre moderno. Por ejemplo, no sé, Yulanyi.

-Preferiría uno mitológico.

-Bueno. Es libre de llamarse como quiera.

-Eva Luna, qué le parece.

-¿Es su elección? Ok. Nadie, que yo sepa, ha tenido el privilegio de escoger su nombre cuando nació. Queda bautizada. Para acabar de nacer tiene buen gusto.

Eva Luna: ¡Gracias! Así que, entremos en materia. Dice que le interesa filosofar. Podría ser su discípula.

Autor: ¡Eso me gusta, al grano!

Eva Luna: Para mí, hecha como estoy de palabras, dialogar es todo­. Y el diálogo está compuesto básicamente por espacio y tiempo. El diálogo es un cuerpo. A propósito, me gustaría tener un cuerpo. No tengo prejuicios al respecto. Puede ser un cuerpo sin ostentaciones. Que esté completo, eso sí. Ni alto ni bajo, ni flaco ni gordo, ni blanco ni negro. Un cuerpo mestizo, sutil, para no distraerlo a usted mientras conversamos. Entiendo que ciertos cuerpos pueden acaparar la atención. Pero sobre todo me interesa una buena mente. Una mente que pueda sostener un diálogo, es decir, que esté conectada a una boca y a todo el aparato fonador. Una mente con ideas, atenta al mundo.

Autor: Concedido. Usted me hace sentir como un genio. Un genio de la lámpara. No tanto un dios. Me molesta la presunción de dios que a veces se le otorga al autor. Al crear sus personajes, los personajes crean también al autor. Es un procedimiento si bien no directamente proporcional, al menos sí, en algún grado, recíproco. Si de algo carecen los asuntos con Dios es de reciprocidad. Como sea… lleva dos deseos concedidos, le falta uno. Es la regla.

Eva Luna: ¡No sabía!

Autor: Las reglas son indispensables. Sin ellas no nos entenderíamos. En el caso de un diálogo se requiere, al menos, de dos que participen: el que narra y el que escucha, alternándose; un lenguaje común: señas, gestos, palabras, en fin; y algo qué decir. O qué pedir, en su caso. Para pedir está la regla de los tres deseos.

Eva Luna: Se puso usted didáctico.

Autor: Los mejores conversadores lo han sido.

Eva Luna: Sin embargo, ¿qué sería del autor si no pudiera acuñar él mismo algunas reglas? Es eso lo que distingue las conversaciones reales de las ficticias. A ver, lo voy a intentar: mi último deseo es crear un mundo. Así lo quiero: primero, aire, me gusta el aire. Lo que quiere decir: atmósfera. Haré una elipsis alrededor de los mundos moleculares y subatómicos que la componen, dándolos por hechos, y me atendré a la realidad de los sentidos. Quisiera aire. Aire abundante y cristalino. También me gustaría un río, justo allí abajo, por entre el valle. Me gusta sentir cómo gira el viento hacia el norte, al chocar contra las peñas, y se escaramuza por entre los árboles de la rivera. Subo hasta las cimas a ver y a pensar. Y el pensamiento, ya voy llegando donde quería, me pone a su mismo nivel, Autor. Es decir, si puedo pensar, dentro de este mundo mío, también puedo crear nuevas reglas, ¿no? La primera regla que se me ocurre es que todo aquel que suba cien veces a esta montaña le queda dado el don de volar. Volar, por su propia cuenta. Sin alas. Sin capa. Volar porque puede y porque, de pronto, lo descubre. ¿Lo ve? Ahora, volemos. Es bueno conversar mientras se vuela. Las ideas cobran otra altura. Se me ocurre que si dios hubiese tenido con quien conversar durante los días del génesis, le hubiera salido un mundo mejor.

Autor: La verdad es que sufro de vértigo. Preferiría que aterrizáramos en aquel puente. Siento que voy a vomitar.

Eva Luna: Concedido. Mientras bajamos, quisiera que alguien tome el hilo de esta historia, así podré concentrarme en el aterrizaje.

Dicho esto, no podría determinarse desde dónde, se oye una voz. Cada rincón del mundo creado por Eva queda desde ahora bajo su hechizo.

La voz: Aterrizaron en el puente. Sobre él tres pescadores habían acomodado sus cañas y esperaban a que algo picara. Heráclito, tal era el nombre del río, tenía fama de que nadie pescaba dos veces un mismo pez. Es decir, el mismo tipo de pez. Si pescabas una trucha, por ejemplo, nunca más pescarías otra. Es decir, una del mismo color. Porque la variedad de truchas consistía en que las había de todos los colores. Por esta razón los pescadores iban con sus cámaras fotográficas. Así, cuando pescaban algo, disparaban al instante, con lo que conseguían recordar, ya viejos, el momento en el que habían sacado la trucha verde o la azul.

Los pescadores estaban absortos en la conversación y no parecieron darse cuenta de que dos seres habían aterrizado justo en el extremo opuesto del puente. Al tocar el suelo, el Autor corrió hacia una orilla y vació el estómago. Lo cierto es que vomitó poco, gracias a la deficiencia alimenticia de la que sufrían sus relatos. Eva, mientras tanto, le acariciaba la espalda, haciendo pequeños círculos sobre los omoplatos. Cuando el Autor se incorporó, se acercaron a los pescadores.

-Disculpen -dijo Eva-, ¿nos pueden ayudar? Mi amigo se siente enfermo. Necesita comer.

-La única comida que tenemos -dijo el pescador uno- todavía no la tenemos. Pero debe estar por morder el anzuelo.

– Esperen aquí -dijo el pescador dos-, traeré limones.

A continuación se internó en un bosquecito. Los demás se miraron entre sí y coincidieron en que el Autor estaba muy pálido. Luego el pescador tres revisó las líneas de pesca. Todavía nada. Eva comentó que era un día muy bonito y que hasta daban ganas de bañarse en el río. Después vieron aparece al pescador dos. Se acercaba con un trotecito gracioso. Hacía equilibro para que no se le cayera lo que traía entre los brazos.

-Decía mi abuela que el que ha plantado un limonero en su casa, tiene allí el remedio para todo. Y da la casualidad de que acá cerca hay uno -dijo el pescador dos y descargó los limones al pie de los demás.

Entonces sacó una navaja del bolsillo, partió uno por la mitad y luego le dio ambas partes al Autor.

-Tome, se sentirá mejor.

-Le agradezco ­- dijo el Autor, y exprimió el limón en su boca.

Poco a poco recobró el color. Bajó al río y hundió la cabeza en un pequeño pozo transparente, mientras los demás se afanaban en manipular las líneas que se agitaban ahora.

-¡Han picado! ¡Han picado! -gritaron los pescadores.

Fueron tres en total: una trucha roja, un bocachico morado y una pargo verde. Cada pescador se fotografió con el suyo. Luego los limpiaron, les sacaron las vísceras y los pusieron a asar en una fogata que Eva había encendido. El cielo se puso naranja cuando pudieron sentarse a comer.  

En ese momento, inspirada quizá por el olor del asado, Eva Luna pensó en una nueva regla: todo lector, llegado hasta este punto, en recompensa por su colaboración, por su diálogo con este mundo creado, podrá comer un poco también. Excepto -se dijo-, si es trata de un vegetariano.   

Acerca de Juan F. Ospina

Escritor y fotógrafo.
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